Incertidumbres
y desafíos regionales:
¿Fin del ciclo, nuevo ciclo o nuevo momento de los procesos de cambio?
¿Fin del ciclo, nuevo ciclo o nuevo momento de los procesos de cambio?
Eduardo Cáceres
Valdivia
I
Hoy, nadie duda que se está cerrando un ciclo de la política latinoamericana
sin que esté claro qué tenemos por delante. Conflictos históricos de larga
data, la guerrilla en Colombia y el bloqueo a Cuba, se están resolviendo por la
vía de la negociación. Procesos nacionales liderados por gobiernos
“progresistas”, y que han marcado la historia reciente, afrontan crisis y redefiniciones.
Tal es el caso de Argentina, Venezuela y Brasil. Otros -como Ecuador, Bolivia,
Nicaragua y El Salvador- afrontan dificultades diversas que resultan de
problemas estructurales no resueltos, los impactos de la crisis económica en
curso e incluso algunos desastres naturales (Fenómeno del Niño, el terremoto en
Ecuador). Por otro lado, en la mayoría de los países que se han mantenido
dentro de los parámetros de las políticas neo-liberales, se está fortaleciendo la
hegemonía de las corrientes políticas de derecha y centro-derecha, tal como lo
muestran los resultados electorales en Guatemala (2015) y Perú (2016). En unos
y otros, sin embargo, los síntomas de una crisis de legitimidad de los regímenes
políticos son cada vez mayores.
Los procesos políticos nacionales, si bien se explican principalmente por
factores internos, no se desenvuelven aislados. Interactúan entre sí y, además,
reciben poderosas influencias de las tendencias económicas y políticas
globales. Tal como se analizará más adelante, el cambio de signo en la economía
global ha tenido un rol decisivo en cada uno de los procesos mencionados.
Similar importancia tienen los cambios en la disputa hegemónica global. A pesar
de su relativo debilitamiento, Estados Unidos se mantiene como la primera
potencia global y actúa en función de contener a su rival estratégico, China,
reforzando sus alianzas y zonas de influencia estratégica. En lo que nos
interesa para entender mejor la política latinoamericana, es indudable que
Estados Unidos busca reafirmar su hegemonía sobre los Estados de Centro y Sur
América, no solo en tanto son importantes proveedores económicos y espacios de
inversión, sino en tanto comparten miles de kilómetros de costas sobre el
Océano Pacífico, principal teatro de la disputa con China. No es casual, por
tanto que una de las principales herramientas para reforzar esta hegemonía sea
el Acuerdo Trans Pacífico de Cooperación Económica (TPP) que articula a doce
países de la cuenca del Pacífico, incluyendo a Chile, Perú y México. Tras la
firma de la paz en Colombia sin duda se intensificarán las maniobras para
incorporar a este país. La creciente presencia de los chinos en las últimas
décadas se ha basado en acuerdos bilaterales, y si bien han visto con simpatía
algunas propuestas de integración alternativa no han contribuido a su
consolidación o a la promoción de acuerdos regionales que los incluya.
Tanto por razones de la dinámica interna de los países de la región como
por el impacto de las tendencias globales, los procesos de integración regional
o sub-regional que apuntaban a arreglos económicos y políticos alternativos a
los vigentes se encuentran en crisis, paralizados o en proceso de reformulación.
En los años recientes, la Comunidad Andina de Naciones continuó languideciendo.
El Mercosur no terminó de despegar por frecuentes fricciones entre sus miembros
y ahora (tras los cambios de gobierno en Argentina y Brasil) se anuncia su
flexibilización para permitir acuerdos comerciales con la Unión Europea y los
Estados Unidos. Sin la inyección de recursos de parte de Venezuela es difícil
suponer que el ALBA y Petrocaribe se fortalezcan e incluso que sobrevivan.
Eclipsados sus principales propugnadores, el destino de UNASUR será perder
protagonismo frente a la OEA. Algo similar sucederá con el Banco del Sur de
cara al BID. En general, lo poco que se avanzó en integración “alternativa”
será revertido en los años venideros. Quedarán en pie, los espacios tradicionales
(OEA, BID, Sistema Interamericano de Derechos Humanos) y algunos foros
políticos: el Sistema de Integración Centro Americana (SICA), la Comunidad del
Caribe (CARICOM) y la Comunidad Andina de Naciones (CAN).
II
Sería erróneo, sin embargo, reducir la coyuntura regional a los cambios que
se han producido o se están produciendo en la institucionalidad estatal de cada
país y en la institucionalidad supraestatal. La clave en la evaluación de la
coyuntura regional hay que ponerla en la valoración del conjunto de las
relaciones de poder que existen y se están modificando, en un sentido o en
otro. Y dentro de estas relaciones de poder, nos toca poner particular atención
a las relaciones de poder que se tejen desde las sociedades civiles, desde los
movimientos sociales y ciudadanos. Sin duda los cambios políticos, sucintamente
mencionados más arriba, afectan las capacidades y el poder efectivo de la sociedad
civil y los movimientos. Sin embargo, estos también tienen otras fuentes de
empoderamiento que no hay que perder de vista.
Las sociedades civiles –así en plural, no solo en función de cada país,
sino incluso al interior de cada país- no son entes ideales, ajustados a
definiciones previos, sino tejidos vivos, contradictorios e inestables que de
definen a partir de las necesidades, los intereses y las identidades de quienes
las conforman. Imposible intentar una suerte de tipología de “la” sociedad
civil latinoamericana. Es más pertinente proponer algunos elementos
interpretativos de los procesos económicos, sociales, culturales y políticos en
los que las sociedades civiles latinoamericanas se configuran y reconfiguran
cotidianamente.
III
Comencemos por la economía. De acuerdo a cómo soplen los vientos, las economías latinoamericanas
siguen dependiendo de una u otra manera de las potencias hegemónicas en el
mundo. El crecimiento sostenido de la “década dorada” (2002-2012) nos hizo más
dependientes, en particular de los mercados mundiales de materias primas:
minerales, hidrocarburos o biomasa (de los mares o de la tierra, sea para
alimentos o para biocombustibles). En la medida que, entre 2000 y 2012, los
precios de petróleo, gas y minerales se triplicaron en promedio, creció la
inversión en esos rubros. Y con ello el peso global de las exportaciones de
materias primas. Mientras que entre 1981/82 y 1998/99, las exportaciones de
materias primas de la región disminuyeron del 51.5% del total a 26.7% del
mismo, entre esos años y el 2010 volvieron a crecer, hasta llegar al 42.4%. El ciclo que termina estuvo caracterizado
por un crecimiento económico basado en el boom exportador, sin cambio del
patrón extractivista de larga data en la región. Esto permitió incrementar los
ingresos fiscales y, en algunos casos, mejorar la distribución del ingreso.
Disminuyeron (con diferencias entre sub-regiones y países) tanto la pobreza
como la desigualdad. Este escenario ha cambiado dramáticamente.
Desde hace dos años todas las previsiones son a la baja. En su última
actualización de los pronósticos para la economía mundial (Abril de 2016), el
FMI prevé un decrecimiento de 0.5% para toda la región. Los pronósticos son
fuertemente negativos para Venezuela (-8%), Ecuador (-4.5%), Brasil (-3.8%) y
Argentina (-1%). Como se ve los daños se concentran en el sur del continente (a
pesar de pronósticos positivos para países como Perú y Bolivia, y moderados
para Chile y Colombia). México y Centro América tienen previsiones positivas
moderadas (entre 2% y 4%) probablemente por su menor dependencia de los países
asiáticos y su mayor relación con Estados Unidos, economía en limitada
reactivación. El brusco cambio en el ciclo económico tendrá sin duda múltiples
consecuencias. Por un lado pone en riesgo logros sociales de la década previa.
CEPAL ya ha constatado que la reducción de la pobreza se ha estancado y por
tanto ha vuelto a crecer el número de pobres en la región. La capacidad de
gasto de los Estados es y será menor. Las presiones del sector privado para
lograr mayores concesiones tributarias, laborales, ambientales, etc., se
intensificarán. Un ámbito de actividades económicas que probablemente no será
afectado por la crisis es el de las actividades ilícitas, en particular el
narcotráfico y la trata de personas. Y si bien se abre la oportunidad de
cuestionar algunos de los supuestos básicos del patrón primario-exportador de
las economías latinoamericanas, el hecho de que los gobiernos más
representativos de la década previa hayan sido gobiernos “progresistas” abre
también espacio para otra interpretación: las recesiones, desempleo y pobreza,
desabastecimiento, etc., son responsabilidad directo de proyectos políticos “estatistas,
populistas, nacionalistas” y de izquierda. La crisis y/o estancamiento de las
economías de la región abrirá no solo una coyuntura de demandas y
movilizaciones de los excluidos, sino también una intensa batalla en el terreno
de las interpretaciones de la crisis.
IV
Las reflexiones previas nos llevan al terreno de lo social propiamente
dicho. Los impactos del crecimiento en el bienestar de la población, si bien
limitados, han sido reales. Más aún allí donde se instalaron gobiernos “progresistas”,
es decir “redistributivos”. A inicios de los años 1990, el gasto social
representaba el 13,8% del PBI. En la década siguiente, en 2006-2007, llegó a
16,7% y alcanzó en 2012-2013 el 19,1%. En este bienio, la región (21 países)
destinó alrededor de 685.000 millones de dólares al área social.[1]
Sin embargo, ya en el 2012 comenzó a notarse una leve inflexión en la tendencia
del gasto social. Influyeron en esto, tanto la persistencia de déficits
fiscales como resultado del costo de afrontar la crisis financiera
internacional, como la menor recaudación por la desaceleración del crecimiento
en la mayoría de los países de la región. Estos cambios en la tendencia del
gasto social están teniendo efectos muy serios. Según CEPAL, en 2015 la
tasa regional de pobreza habría aumentado a 29,2% de los habitantes de la
región (175 millones de personas) y la tasa de indigencia a 12,4% (75 millones
de personas). Estas cifras representan incrementos en relación con los años
previos. De hecho, la tasa de
disminución de la pobreza está estancada desde el 2011.
Repetidas veces y desde diversas perspectivas se ha señalado la extrema
vulnerabilidad de quienes han salido de la pobreza en estos años como resultado
del impacto directo del crecimiento económico y/o de políticas públicas
redistributivas. Una inflexión de la economía o el gasto público, un desastre
natural, algún evento “catastrófico” en la vida personal o familiar pueden
devolver a esas personas a la condición de pobres e incluso de pobres extremos.
Las mejoras en bienestar no sólo tienen que
ver con el gasto social y la reducción de la pobreza. A pesar de que las
actividades extractivas no suelen generar mucho empleo directo, sí han influido
en el crecimiento de otros sectores: construcción, comercio y servicios,
comunicaciones, sistema financiero. Y alrededor de estos sectores “formales” se
han expandido numerosas economías “informales”, incluyendo actividades ilegales
y criminales. Esto se ha expresado en mayor consumo, incremento del crédito
formal e informal (y por tanto del endeudamiento privado) así como de sistemas
privados de salud, seguridad, etc. A lo que se suma el incremento de la
corrupción y del control de diversas actividades económicas por grupos
criminales. Al crecimiento del empleo se sumó, en algunos países (el caso
emblemático es Brasil), el incremento de los salarios. En la década previa se
han expandido los servicios básicos (educación, salud, comunicaciones, etc.)
aun cuando la calidad de estos es altamente cuestionable. El gran pendiente en
prácticamente todos los países de la región es el asunto de la seguridad
ciudadana.
Sin necesidad de afectar demasiado los
intereses y ganancias de las élites fue posible disminuir la pobreza e incluso
la desigualdad. Y esto no es poca cosa, dada la historia previa de América
Latina. Entre 2002 y 2013 el índice de Gini promedio cayó aproximadamente un
10%: de 0,542 a 0,486, según CEPAL. Los ritmos variaron según la dinámica de
los procesos políticos. En Bolivia, Uruguay, Argentina, Brasil, México y
Colombia la disminución se aceleró después del 2008 (año de la resolución de la
crisis política boliviana, consolidación del gobierno del Frente Amplio en
Uruguay, triunfos de Cristina Kirchner y Lula –segundo gobierno-, etc.). En
general, en la mayoría de países disminuyó la polarización del ingreso y, más
importante aún, se modificó la autopercepción de diversos sectores de la
sociedad, particularmente quienes estadísticamente son considerados “pobres”.
V
Esto último es particularmente relevante para
entender los comportamientos sociales y políticos. Según el análisis de CEPAL
–en base a datos del Latinobarómetro-
allí donde el ingreso es menos polarizado creció el número de personas que se
auto identificó como de “clase media”, más allá de si efectivamente lo eran o
no. Disminuyó, por tanto, la adscripción a la categoría “pobres”. Y con ello
una determinada manera de entender las relaciones con los demás sectores de la
sociedad y el Estado. El caso emblemático en esto es Bolivia, donde el 80% se
considera “clase media” o “clase media baja”, ubicándose en el mismo rango que
Uruguay, Argentina y Costa Rica.[2]
¿Qué se entiende por “clase media”? Probablemente no haya término más
ambiguo en los predios de las ciencias sociales. En general podría suponerse
cierta relación del término con niveles de ingresos y/o consumo, con
determinados niveles de autonomía y expectativas en torno al futuro. Incluso
con cierta identidad ciudadana, al menos mínima: propiedad, libertad de
movimiento, otras libertades. No son casuales, en este marco, algunas
características de las demandas y movimientos que surgieron desde la sociedad
en el quinquenio reciente: calidad de los servicios públicos, particularmente
de la educación, calidad de la democracia, transparencia en el gasto público y
anti-corrupción (lo que ha tenido diversas expresiones: la caída del gobierno
de Otto Pérez en Guatemala, las movilizaciones en Brasil, etc.). Así mismo,
estas modificaciones en identidades y comportamientos sociales han tenido
repercusiones en la política. Por ejemplo, en los movimientos ciudadanos que
cuestionan regímenes y/o prácticas autoritarias de parte de gobiernos de
diverso signo (casos de México y Venezuela), comportamientos electorales
diferenciados en procesos nacionales o regionales (caso de Bolivia), y en
general con el creciente desencanto frente a las instituciones de la democracia
representativa (casos de Chile y Perú, entre otros).
Por otro lado, entre quienes han
salido de la pobreza y quienes aún permanecen en ella se ha expandido un
imaginario compartido una de cuyas ideas fuerza es la del “emprendimiento”.
Basándose en el esfuerzo individual, en el mejor de los casos incluyendo
relaciones familiares, es posible salir adelante, en actitud permanente de
desconfianza y competencia con los otros. Cualquier intento de acción colectiva
o de intervención estatal –salvo “asistencias” específicas- es visto como
interferencia. Las opciones políticas de estos sectores suelen definirse a
partir de un cálculo utilitario en relación con los proyectos individuales que
desarrollan. Sin duda no se trata de un proceso espontáneo: este imaginario
recibe un fuerte impulso desde los medios masivos de comunicación y desde
diversas iglesias evangélicas fundamentalistas.
Lo anterior no niega que existan comportamientos
más estratégicos en la sociedad, particularmente en sectores empresariales, por
un lado; y en sectores populares organizados. Para los primeros, las decisiones
estarán regidas por la maximización de las condiciones necesarias para la reproducción
de sus capitales; para los segundos en función de diversos criterios:
redistributivos y/o identitarios.
VI
Durante las décadas del
neoliberalismo el tejido social pre-existente fue erosionado profundamente. En
la mayoría de países, los movimientos sociales “clásicos” –sindical y
campesino, por ejemplo- sufrieron una seria reducción de afiliados y tuvieron
que ajustar su agenda a los nuevos tiempos. Paralelamente emergieron nuevos
movimientos, más “tumultuarios” que “clasistas”, que comenzaron a poner en
cuestión los aspectos más agresivos de las políticas neoliberales. Tras la
celebración del V Centenario de la Conquista y la década de los pueblos
indígenas, estos pueblos retomaron protagonismo en torno a demandas de
reconocimiento y territorios. Otros movimientos identitarios (mujeres, LGTBI)
también ganaron visibilidad y creciente protagonismo. Los impactos, cada vez
más evidentes, del cambio climático, contribuyeron a la aparición y expansión
de movimientos socio-ambientales. El término “movimientos sociales” los
identificó de manera genérica, atribuyéndoseles un alto nivel de autonomía y
voluntad de protagonismo político.
En paralelo corría la crisis de
los sistemas políticos, y en particular de los partidos tradicionales, así como
la emergencia de nuevos marcos teóricos de referencia. La conjunción de todos
los factores mencionados dio curso a coyunturas de movilización social intensa,
crisis institucional y resolución de la misma a través de diversos mecanismos.
Allí donde la crisis se resolvió a favor del cambio se sucedieron masivas
movilizaciones con procesos electorales victoriosos (Venezuela, Argentina,
Ecuador, Bolivia), o simplemente se produjeron victorias electorales a través
de formaciones políticas pre-existentes. En términos generales, estas han sido
las vías de origen de los llamados gobiernos “progresistas”. Antes de volver
sobre esto, se requiere llamar la atención sobre algunos rasgos de estos
movimientos sociales. En algunos casos, el ejemplo paradigmático es Brasil, se
trataba de movimientos que habían vivido procesos de articulación y maduración
de varias décadas. En otros se trataba de movimientos que si bien reivindicaban
alguna continuidad con procesos y experiencias previas, habían emergido y
despuntado principalmente al calor de la lucha contra el neoliberalismo en
procesos relativamente cortos. Tal es el caso de Bolivia. En otros, se trataba
de movimientos más bien coyunturales aunque de profundo impacto (el Caracazo
venezolano, los “forajidos” ecuatorianos, la “Marcha de los Cuatro Suyos” en
Perú). Esto para referir solamente a movimientos que llegaron a articularse
nacionalmente y desafiaron al estado nacional. Hubo también movimientos con
agendas específicas o asentamientos regionales (sub-nacionales) que incidieron
en la política nacional sin por ello terminar configurar alternativas nacionales.
Un país que ha sido escenario de múltiples expresiones de esto último es
México.
En general se puede decir que las
demandas de estos movimientos se han articulado en torno a propuestas
“anti-neoliberales”. Y que estas han tenido un cariz fuertemente redistributivo
a partir de una apuesta por recuperar y fortalecer el rol del Estado. Solo en
casos muy puntuales el programa asumido apuntó a modificar relaciones de
producción o de propiedad; o a poner en cuestión los supuestos básicos de la
democracia representativa. A lo más que se llegó, en las Constituciones de
Venezuela, Ecuador y Bolivia, es a añadir mecanismos de democracia directa a
las instituciones típicas de la democracia liberal. Con la excepción del PT en
sus primeros años, la relación entre movimientos sociales y movimiento político
ha sido problemática, fuertemente mediada por la relación entre el líder
político y los líderes/dirigentes de los movimientos. A esto se sumó la
adscripción –desde fuera- de determinadas identidades y contenidos
programáticos a los movimientos en cuestión. El ejemplo extremo fue la
invención del “Socialismo del siglo XXI” como rumbo del proceso venezolano. O
el uso indiscriminado del término “Buen Vivir” para definir propuestas o
políticas que bien leídas no son sino versiones remozadas de las propuestas del
nacionalismo revolucionario de décadas previas. Algunos relatos excesivamente optimistas de los procesos de cambio les
atribuyeron voluntad y capacidad efectiva para llevar a sus países más allá del
llamado “neoliberalismo” e incluso del capitalismo.
A partir de una lectura acertada de los efectos negativos e incluso
destructivos de las políticas neoliberales se concluyó que estas políticas estaban
agotadas y que existía un margen amplio de maniobra para implementar políticas
alternativas. Por ejemplo, cambios en el patrón de acumulación, un mercado
regional alternativo con moneda única, instituciones financieras propias e
incluso una institucionalidad política regional alternativa a la decadente OEA.
La aparición de una inicial coordinación entre las potencias emergentes
(Brasil, China, Rusia, India) fue interpretada como la expresión de una
voluntad contra hegemónica de parte de estos países, lo que crearía un espacio
favorable para cristalizar un proyecto regional post neoliberal. Sin entrar al
análisis en detalle de cada uno de estos aspectos, hoy se puede constatar que
avanzaron relativamente poco, cuando no quedaron en meras declaraciones retóricas.
Y si no avanzaron más en la década dorada, es poco previsible que puedan
hacerlo en la coyuntura adversa que se vislumbra para el futuro inmediato. Estas limitaciones
pueden ser vistas como inconsecuencia e incluso “traición” si no se toma en
cuenta las restricciones estructurales en las que tuvieron que operar y las
características de las coaliciones sociales que los llevaron al poder. Y si no
avanzaron más en la década dorada, es poco previsible que puedan hacerlo en la
coyuntura adversa que se vislumbra para el futuro inmediato.
VII
¿Significa esto que los procesos de cambio vividos en la región han
fracasado o son poco relevantes? De ninguna manera. Más allá de las
limitaciones estructurales, de los resultados electorales, de los cambios de
gobierno, de los entrampamientos que se hayan generado, se han producido
modificaciones significativas en la sociedad y en las correlaciones de fuerza
en diversos ámbitos. La profundidad de estos cambios solo se podrá calibrar
adecuadamente en los años venideros.
En general se ha fortalecido la presencia y el rol del Estado, aun cuando
subsistan los problemas de legitimidad y limitaciones para la provisión de
seguridad a sus ciudadanos. Se ha incrementado el acceso a mercados, créditos y
servicios de parte de millones de productores, rurales y urbanos. Se ha
renovado el rostro de las élites económicas y políticas en diversos países. Ha
continuado expandiéndose conciencia y capacidad de reclamo de derechos. Con
distintas intensidades, se han desarrollado nuevos sentidos comunes aun cuando
los contenidos del discurso neoliberal siguen siendo hegemónicos en la mayoría
de los países. Si bien la correlación de fuerzas entre empresarios y
trabajadores sigue siendo desfavorable a éstos en la mayoría de los países,
otras correlaciones se han modificado: la que se da entre pueblos indígenas y
Estados, las que se delinean alrededor de los derechos de las mujeres, entre
otras.
¿Qué curso tomarán los cambios previos, positivos y negativos, en el marco
de una coyuntura caracterizada por el freno del crecimiento económico y la
continuidad de presiones redistributivas? Dependerá mucho de las particularidades de cada
país. En los países con políticas “neoliberales” de larga data se anuncian
restricciones fiscales para el año en curso (recortes presupuestales del 11% en
Colombia y aún más en México), en los que están cambiando sus gobiernos los
ajustes serán mayores (caso de Argentina y Brasil). En todos se anuncian más incentivos
para la inversión privada (particularmente transnacionales en extractivas),
debilitamiento de estándares laborales y ambientales, profundización de la
criminalización de la protesta social. En los países que mantienen gobiernos “progresistas”
las previsiones son más complejas. En la mayoría de los casos habrá recortes
fiscales y será materia de debate y decisión política qué se mantiene y qué se
modifica o anula en el terreno de las políticas sociales. El clima político que
existe en varios de esos países (Venezuela, Ecuador, en menor medida Bolivia)
presagia tensiones entre presiones redistributivas de parte de los sectores más
organizados y respuestas desde los gobiernos que traten de tener en cuenta –a
la vez- criterios de equilibrio fiscal y de política práctica. ¿Apostará alguno
de estos gobiernos a “radicalizar” sus propuestas de cambio? Poco probable dado
los costos políticos que esto tendría en la mayoría de los países (un anticipo
de esto ha sido la respuesta de sectores medios y altos a las iniciativas
tributarias recientes del gobierno de Correa en Ecuador). Por el contrario, el
pragmatismo pareciera ser el inspirador de “nuevas políticas económicas” en estos
países. También los gobiernos progresistas intentarán cubrir sus restricciones
fiscales con ingresos de corto plazo que resulten de la ampliación de las
extractivas. Sin embargo, tal como se constata con el fracaso de primera
licitación petrolera en México (julio del 2015) y en la suspensión de diversos
proyectos mineros en el continente, la baja de los precios ha afectado
seriamente el interés de potenciales inversores.
VIII
El curso político de los países, sin embargo, no
depende solo de la economía o de lo que pase con los gobiernos. En América
Latina menos que en cualquier otra región del mundo. El curso que tomen las
políticas públicas dependerá de la fuerza de las demandas y movimientos
sociales. Y fuerza aquí no quiere decir solamente masividad, sino
principalmente consistencia. Es probable, por ejemplo, que sectores laborales
directamente vinculados con las actividades más dinámicas (extractivas,
construcción, finanzas y servicios) puedan movilizarse ante los recortes que
amenacen sus ingresos y derechos. De hecho, la presencia de estos sectores en
la escena social ha sido mucho menor que la que tuvieron décadas atrás
(recuérdese a los movimientos mineros en varios países de la región). En caso
de recortes, se activarán las organizaciones sociales de los sectores que vean
reducidas las transferencias desde el Estado así como las de trabajadores de la
administración pública (en particular sectores más organizados: salud,
educación). En países con movimientos regionales importantes (los andinos
principalmente) se activarán coaliciones en torno a reclamos regionales
postergados, tal como ha sucedido recientemente en Bolivia y Perú. También son
previsibles desarrollos contradictorios: por un lado movimientos ciudadanos que
reclaman contra la corrupción; por otro, redes más o menos extensas que
organizan para capturar áreas del estado, en particular a nivel local, en
función de hacer su propia “redistribución”.
Esto último nos lleva a la constatación de la
expansión de actividades ilegales y de los poderes que sobre esa base controlan
territorios específicos en cada país y utilizan corredores regionales para la
circulación de sus productos. De hecho, uno de los componentes del crecimiento
económico en la década dorada ha sido la expansión de actividades ilegales. Lo
cual ha tenido impactos muy serios en la sociedad y la política: se han
generado y expandido redes sociales articuladas en torno a estas actividades;
se han fortalecido poderes locales informales –muchas veces criminales- en los
territorios donde estas actividades tienen lugar. Poderes que, a su vez, han
capturado sin mayor dificultad la precaria institucionalidad estatal en esos
territorios. La masacre de Ayotsinapa (Guerrero, México) y la escandalosa
impunidad que la acompaña grafica la gravedad de la crisis de los estados en
términos de su capacidad de contralar efectivamente los territorios nacionales.
La trama criminal que asesinó a Bertha Cáceres, y que incluye a una empresa
constructora, oficiales del ejército y sicarios, da cuenta de lo mismo. En
Colombia es evidente una reactivación del para-militarismo, mientras que en
Perú mafias sindicales y mineros ilegales llegan a firmar acuerdos con la
candidata Fujimori.
Más allá de los movimientos sociales visibles o
históricos, es indispensable escudriñar con atención los nuevos cursos de acción
colectiva que se gesten en la nueva coyuntura. Por ejemplo, la posible
reactivación de organizaciones de supervivencia como respuesta a la crisis y/o
la desactivación de programas sociales estatales. O de iniciativas colectivas
locales de producción y comercialización ante las dificultades de
abastecimiento. También habría que estar atentos a iniciativas de sectores de
clases medias que vean amenazadas sus perspectivas inmediatas y reclamen frente
a los mecanismos de expoliación que sufren: las altas tasas de interés al
crédito, los sistemas privados de salud o pensiones, así como el deterioro de
servicios públicos, incluyendo la seguridad.
Más allá de las demandas económicas y sociales,
es previsible que en la mayoría de países de la región se intensifique la
acción colectiva en relación con los derechos fundamentales y la crisis de los regímenes políticos. En este campo, ni
los regímenes de cambio ni los neoliberales han logrado resultados
satisfactorios. Urge abrir una discusión seria, desde una perspectiva
transformadora, al respecto.
IX
Lo anterior no apunta a sugerir remplazar un
discurso excesivamente optimista por otro más bien pesimista en relación a las
oportunidades y posibilidades para el cambio en la región. En todo caso se
trata de retomar la idea fuerza que José Carlos Mariátegui toma de José
Vasconcelos (y que también se encuentra en Antonio Gramsci): “Pesimismo de la
realidad, optimismo de la acción (o del ideal)”, “pesimismo de la inteligencia,
optimismo de la voluntad”. Es decir, reconociendo que lo adverso predomina en
el análisis la realidad, privilegiar la acción libre y voluntaria para
transformarla. Que lo adverso predomine no significa que agote lo real.
Sea que se trate de dar un nuevo aire a los
procesos y/o proyectos de cambio que se han desarrollado en la región en las
últimas décadas, o que se trata de imaginar y promover un nuevo ciclo del
cambio, el punto de partida no puede ser otra que las tendencias más dinámicas
y progresivas en las sociedades "realmente existentes" en la región.
Volviendo sobre algo anteriormente señalado: escudriñar los diversos cursos de
acción colectiva que se puedan estar gestando en las nuevas condiciones. En
primer lugar, los que expresan la expandida conciencia y capacidad de reclamo
de derechos, generales y específicos (indígenas, mujeres, jóvenes, niños y
adolescentes, LGTBI, etc.). Los procesos de cambio son impensables -más aún:
imposibles!- sin sujetos, y estos son inconcebibles sin derechos. Más allá de
los avances constitucionales recientes en varios países, sigue pendiente en la
región una articulación más clara entre derechos y régimen constitucional, por
un lado; entre derechos y condicionamientos estructurales, por otro. Dos
ejemplos claros de esto son los derechos laborales y los derechos de los
pueblos indígenas. En el primer caso, incluso en países con gobiernos
"progresistas" ha sido muy difícil avanzar en su reconstitución en
contexto de economías abiertas, dolarizadas y precarizadas. En el segundo, la
tensión entre los derechos territoriales y la gran inversión -privada o
estatal- ha sido permanente. Sin embargo, es indudable que en este terreno
estamos en mejores condiciones que hace 15 o 20 años.
En segundo lugar, las propuestas de cambio tienen
que reconocer, promover y articular los desarrollos productivos de los sectores
populares emergentes. Aquí también hay que estar atentos a lo nuevo que
aparezca como respuesta a la crisis. Un
gran déficit del lado de quienes criticamos la prioridad extractivista ha sido
la ausencia de propuestas concretas -capaces de transformarse en políticas
públicas- en el terreno de la producción. Pareciera que, a veces, lo que se
propone es simplemente mantener formas económicas tradicionales que son a todas
luces insuficientes para atender las necesidades de sociedades complejas. La
"diversificación productiva" no ha pasado de ser una intención, el
título de algunos planes y un reiterado tema pendiente en los diagnósticos
regionales de CEPAL. Ahora bien, cualquier propuesta que aspire seriamente a
producir modificaciones en este terreno tendrá que enfrentar desafíos
complejos, intereses poderosos (y no solo en las élites) y coyunturas de
tensión política e inestabilidad económica. Prescindir de -o limitar- los
recursos del extractivismo implica poner en marcha procesos de reforma fiscal,
entre otras medidas, que podrían provocar respuestas violentas de parte de las
élites nacionales y sus clientelas.
En tercer lugar, lo anterior es imposible sin una
profunda reforma de la política. Cuando se menciona este tema inmediatamente se
piensa en reformas institucionales: ley de partidos, cuotas, sistemas
electorales, etc. El asunto es más profundo. La reforma de la política es,
antes que nada, la reforma del pensar y el quehacer político. En los predios de
las izquierdas y del progresismo, se habla desde hace décadas de las
"nuevas formas de hacer política", sin que esté muy claro el
contenido de esto. En muchos casos ha significado abstencionismo de cara a la
política realmente existente o la aceptación acrítica de algunas formas
bastante tradicionales de hacer política. Un ejemplo de esto ha sido la falta
de reflexión y acción frente a los proyectos que pretenden remplazar la
complejidad del quehacer político por la acción inmediata, espontánea, de los
movimientos, los ciudadanos o los caudillos. Déficit que deviene, cuando llega
el momento del desencanto, en el retorno a la nostalgia de las formas liberales
de la democracia.
Hoy, la reforma de la política implica la
reconstrucción de un realismo político de nuevo cuño. “Realismo” en tanto se
asume que la política se hace a partir de los intereses y prácticas concretas
de los individuos y colectivos realmente existentes en cada sociedad; y también
en tanto se asume siempre que lo decisivo en la política son las correlaciones
de fuerza existentes y posibles. Pero realismo “nuevo” en tanto incluye en la
valoración de la realidad ese plus de realidad que representan las
expectativas, las aspiraciones, los deseos de las personas. En los años
previos, mucha de la acción política promovida desde muchas de las
organizaciones de la sociedad civil se ha reducido a procesos de “incidencia
política”. Es momento de hacer un balance crítico de esta experiencia y de sus
supuestos. La limitación real de estos procesos ha sido, sin duda, que muchos
de sus supuestos son inexistentes en nuestras sociedades. Hay que recuperar la
idea de política como lucha por modificar correlaciones de fuerza, es decir de
poder. Y para esto recuperar la polisemia del término “poder”: no solo
dominación, también capacidad –individual o colectiva-, relación social y
dimensión subjetiva, a la vez.
Recuperando lo mejor de nuestras tradiciones,
para refundar la acción política requerimos dotarnos de un horizonte de sentido
compartido. Y este horizonte no puede ser solo un conjunto de intuiciones y/o
sentimientos. En momentos tan complejos como este se requiere teoría, y de la
mejor, para ejercer una crítica rigurosa del presente. Y junto con la teoría
paradigmas éticos y simbólicos que suenen plausibles en los oídos de nuestros
contemporáneos. Buena parte de la fuerza –y también de los excesos y defectos,
sin duda- de los procesos políticos en otras décadas tuvo que ver con la
sistematicidad del pensar y del hacer. Luego la crisis instaló como criterio la
sobrevaloración de lo precario, lo fragmentario, lo provisional. Se ha llegado
al punto de establecer que la “debilidad” de un pensamiento es casi un criterio
de verdad del mismo. Es tiempo de iniciar el camino de retorno. No a ortodoxias
fáciles o dogmatismos, sino a propuestas complejas, con potencia crítica, capaces
de autocrítica, que alimenten procesos históricos de Cambio que respondan a la
compleja encrucijada en la que se encuentra la especie humana.
ECV, mayo de 2016
[1]
El esfuerzo fue desigual, tal como señala el informe sobre el Panorama Social
de América Latina y el Caribe (2015), elaborado por CEPAL: “En términos del
producto interno bruto, en la Argentina la prioridad macroeconómica del gasto
público social se incrementó un 9,2% del PIB entre 1990 y 2009; en Cuba aumentó
10 puntos porcentuales entre 1990 y 2011; en Panamá, 10,4 puntos porcentuales
hasta 2012; en el Paraguay, 8,9 puntos porcentuales entre 2003 y 2012, y en la
República Bolivariana de Venezuela, 8,7 puntos porcentuales entre 1997 y 2012.
En contraste, el incremento del esfuerzo macroeconómico del gasto en Chile, El
Salvador, Guatemala, Jamaica y el Perú fue poco significativo si se comparan
los datos más recientes disponibles (usualmente del bienio 2012-2013) con los
iniciales de la serie (1990-1991 o el período más cercano con datos
disponibles).”
[2]
CEPAL. Panorama Social de América Latina
y el Caribe. 2014. Páginas 111 a 117. En el mismo documento se incluye un
cuadro que ubica al 58% de la población boliviana en condición de pobreza (p.
84).
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