Debatamos sobre el contexto



Incertidumbres y desafíos regionales:
¿Fin del ciclo, nuevo ciclo o nuevo momento de los procesos de cambio?

Eduardo Cáceres Valdivia

I
Hoy, nadie duda que se está cerrando un ciclo de la política latinoamericana sin que esté claro qué tenemos por delante. Conflictos históricos de larga data, la guerrilla en Colombia y el bloqueo a Cuba, se están resolviendo por la vía de la negociación. Procesos nacionales liderados por gobiernos “progresistas”, y que han marcado la historia reciente, afrontan crisis y redefiniciones. Tal es el caso de Argentina, Venezuela y Brasil. Otros -como Ecuador, Bolivia, Nicaragua y El Salvador- afrontan dificultades diversas que resultan de problemas estructurales no resueltos, los impactos de la crisis económica en curso e incluso algunos desastres naturales (Fenómeno del Niño, el terremoto en Ecuador). Por otro lado, en la mayoría de los países que se han mantenido dentro de los parámetros de las políticas neo-liberales, se está fortaleciendo la hegemonía de las corrientes políticas de derecha y centro-derecha, tal como lo muestran los resultados electorales en Guatemala (2015) y Perú (2016). En unos y otros, sin embargo, los síntomas de una crisis de legitimidad de los regímenes políticos son cada vez mayores. 

Los procesos políticos nacionales, si bien se explican principalmente por factores internos, no se desenvuelven aislados. Interactúan entre sí y, además, reciben poderosas influencias de las tendencias económicas y políticas globales. Tal como se analizará más adelante, el cambio de signo en la economía global ha tenido un rol decisivo en cada uno de los procesos mencionados. Similar importancia tienen los cambios en la disputa hegemónica global. A pesar de su relativo debilitamiento, Estados Unidos se mantiene como la primera potencia global y actúa en función de contener a su rival estratégico, China, reforzando sus alianzas y zonas de influencia estratégica. En lo que nos interesa para entender mejor la política latinoamericana, es indudable que Estados Unidos busca reafirmar su hegemonía sobre los Estados de Centro y Sur América, no solo en tanto son importantes proveedores económicos y espacios de inversión, sino en tanto comparten miles de kilómetros de costas sobre el Océano Pacífico, principal teatro de la disputa con China. No es casual, por tanto que una de las principales herramientas para reforzar esta hegemonía sea el Acuerdo Trans Pacífico de Cooperación Económica (TPP) que articula a doce países de la cuenca del Pacífico, incluyendo a Chile, Perú y México. Tras la firma de la paz en Colombia sin duda se intensificarán las maniobras para incorporar a este país. La creciente presencia de los chinos en las últimas décadas se ha basado en acuerdos bilaterales, y si bien han visto con simpatía algunas propuestas de integración alternativa no han contribuido a su consolidación o a la promoción de acuerdos regionales que los incluya. 

Tanto por razones de la dinámica interna de los países de la región como por el impacto de las tendencias globales, los procesos de integración regional o sub-regional que apuntaban a arreglos económicos y políticos alternativos a los vigentes se encuentran en crisis, paralizados o en proceso de reformulación. En los años recientes, la Comunidad Andina de Naciones continuó languideciendo. El Mercosur no terminó de despegar por frecuentes fricciones entre sus miembros y ahora (tras los cambios de gobierno en Argentina y Brasil) se anuncia su flexibilización para permitir acuerdos comerciales con la Unión Europea y los Estados Unidos. Sin la inyección de recursos de parte de Venezuela es difícil suponer que el ALBA y Petrocaribe se fortalezcan e incluso que sobrevivan. Eclipsados sus principales propugnadores, el destino de UNASUR será perder protagonismo frente a la OEA. Algo similar sucederá con el Banco del Sur de cara al BID. En general, lo poco que se avanzó en integración “alternativa” será revertido en los años venideros. Quedarán en pie, los espacios tradicionales (OEA, BID, Sistema Interamericano de Derechos Humanos) y algunos foros políticos: el Sistema de Integración Centro Americana (SICA), la Comunidad del Caribe (CARICOM) y la Comunidad Andina de Naciones (CAN). 

II
Sería erróneo, sin embargo, reducir la coyuntura regional a los cambios que se han producido o se están produciendo en la institucionalidad estatal de cada país y en la institucionalidad supraestatal. La clave en la evaluación de la coyuntura regional hay que ponerla en la valoración del conjunto de las relaciones de poder que existen y se están modificando, en un sentido o en otro. Y dentro de estas relaciones de poder, nos toca poner particular atención a las relaciones de poder que se tejen desde las sociedades civiles, desde los movimientos sociales y ciudadanos. Sin duda los cambios políticos, sucintamente mencionados más arriba, afectan las capacidades y el poder efectivo de la sociedad civil y los movimientos. Sin embargo, estos también tienen otras fuentes de empoderamiento que no hay que perder de vista. 

Las sociedades civiles –así en plural, no solo en función de cada país, sino incluso al interior de cada país- no son entes ideales, ajustados a definiciones previos, sino tejidos vivos, contradictorios e inestables que de definen a partir de las necesidades, los intereses y las identidades de quienes las conforman. Imposible intentar una suerte de tipología de “la” sociedad civil latinoamericana. Es más pertinente proponer algunos elementos interpretativos de los procesos económicos, sociales, culturales y políticos en los que las sociedades civiles latinoamericanas se configuran y reconfiguran cotidianamente. 

III
Comencemos por la economía. De acuerdo a cómo soplen los vientos, las economías latinoamericanas siguen dependiendo de una u otra manera de las potencias hegemónicas en el mundo. El crecimiento sostenido de la “década dorada” (2002-2012) nos hizo más dependientes, en particular de los mercados mundiales de materias primas: minerales, hidrocarburos o biomasa (de los mares o de la tierra, sea para alimentos o para biocombustibles). En la medida que, entre 2000 y 2012, los precios de petróleo, gas y minerales se triplicaron en promedio, creció la inversión en esos rubros. Y con ello el peso global de las exportaciones de materias primas. Mientras que entre 1981/82 y 1998/99, las exportaciones de materias primas de la región disminuyeron del 51.5% del total a 26.7% del mismo, entre esos años y el 2010 volvieron a crecer, hasta llegar al 42.4%. El ciclo que termina estuvo caracterizado por un crecimiento económico basado en el boom exportador, sin cambio del patrón extractivista de larga data en la región. Esto permitió incrementar los ingresos fiscales y, en algunos casos, mejorar la distribución del ingreso. Disminuyeron (con diferencias entre sub-regiones y países) tanto la pobreza como la desigualdad. Este escenario ha cambiado dramáticamente. 

Desde hace dos años todas las previsiones son a la baja. En su última actualización de los pronósticos para la economía mundial (Abril de 2016), el FMI prevé un decrecimiento de 0.5% para toda la región. Los pronósticos son fuertemente negativos para Venezuela (-8%), Ecuador (-4.5%), Brasil (-3.8%) y Argentina (-1%). Como se ve los daños se concentran en el sur del continente (a pesar de pronósticos positivos para países como Perú y Bolivia, y moderados para Chile y Colombia). México y Centro América tienen previsiones positivas moderadas (entre 2% y 4%) probablemente por su menor dependencia de los países asiáticos y su mayor relación con Estados Unidos, economía en limitada reactivación. El brusco cambio en el ciclo económico tendrá sin duda múltiples consecuencias. Por un lado pone en riesgo logros sociales de la década previa. CEPAL ya ha constatado que la reducción de la pobreza se ha estancado y por tanto ha vuelto a crecer el número de pobres en la región. La capacidad de gasto de los Estados es y será menor. Las presiones del sector privado para lograr mayores concesiones tributarias, laborales, ambientales, etc., se intensificarán. Un ámbito de actividades económicas que probablemente no será afectado por la crisis es el de las actividades ilícitas, en particular el narcotráfico y la trata de personas. Y si bien se abre la oportunidad de cuestionar algunos de los supuestos básicos del patrón primario-exportador de las economías latinoamericanas, el hecho de que los gobiernos más representativos de la década previa hayan sido gobiernos “progresistas” abre también espacio para otra interpretación: las recesiones, desempleo y pobreza, desabastecimiento, etc., son responsabilidad directo de proyectos políticos “estatistas, populistas, nacionalistas” y de izquierda. La crisis y/o estancamiento de las economías de la región abrirá no solo una coyuntura de demandas y movilizaciones de los excluidos, sino también una intensa batalla en el terreno de las interpretaciones de la crisis. 

IV
Las reflexiones previas nos llevan al terreno de lo social propiamente dicho. Los impactos del crecimiento en el bienestar de la población, si bien limitados, han sido reales. Más aún allí donde se instalaron gobiernos “progresistas”, es decir “redistributivos”. A inicios de los años 1990, el gasto social representaba el 13,8% del PBI. En la década siguiente, en 2006-2007, llegó a 16,7% y alcanzó en 2012-2013 el 19,1%. En este bienio, la región (21 países) destinó alrededor de 685.000 millones de dólares al área social.[1] Sin embargo, ya en el 2012 comenzó a notarse una leve inflexión en la tendencia del gasto social. Influyeron en esto, tanto la persistencia de déficits fiscales como resultado del costo de afrontar la crisis financiera internacional, como la menor recaudación por la desaceleración del crecimiento en la mayoría de los países de la región. Estos cambios en la tendencia del gasto social están teniendo efectos muy serios. Según CEPAL, en 2015 la tasa regional de pobreza habría aumentado a 29,2% de los habitantes de la región (175 millones de personas) y la tasa de indigencia a 12,4% (75 millones de personas). Estas cifras representan incrementos en relación con los años previos. De hecho, la tasa de disminución de la pobreza está estancada desde el 2011.

Repetidas veces y desde diversas perspectivas se ha señalado la extrema vulnerabilidad de quienes han salido de la pobreza en estos años como resultado del impacto directo del crecimiento económico y/o de políticas públicas redistributivas. Una inflexión de la economía o el gasto público, un desastre natural, algún evento “catastrófico” en la vida personal o familiar pueden devolver a esas personas a la condición de pobres e incluso de pobres extremos.

Las mejoras en bienestar no sólo tienen que ver con el gasto social y la reducción de la pobreza. A pesar de que las actividades extractivas no suelen generar mucho empleo directo, sí han influido en el crecimiento de otros sectores: construcción, comercio y servicios, comunicaciones, sistema financiero. Y alrededor de estos sectores “formales” se han expandido numerosas economías “informales”, incluyendo actividades ilegales y criminales. Esto se ha expresado en mayor consumo, incremento del crédito formal e informal (y por tanto del endeudamiento privado) así como de sistemas privados de salud, seguridad, etc. A lo que se suma el incremento de la corrupción y del control de diversas actividades económicas por grupos criminales. Al crecimiento del empleo se sumó, en algunos países (el caso emblemático es Brasil), el incremento de los salarios. En la década previa se han expandido los servicios básicos (educación, salud, comunicaciones, etc.) aun cuando la calidad de estos es altamente cuestionable. El gran pendiente en prácticamente todos los países de la región es el asunto de la seguridad ciudadana. 

Sin necesidad de afectar demasiado los intereses y ganancias de las élites fue posible disminuir la pobreza e incluso la desigualdad. Y esto no es poca cosa, dada la historia previa de América Latina. Entre 2002 y 2013 el índice de Gini promedio cayó aproximadamente un 10%: de 0,542 a 0,486, según CEPAL. Los ritmos variaron según la dinámica de los procesos políticos. En Bolivia, Uruguay, Argentina, Brasil, México y Colombia la disminución se aceleró después del 2008 (año de la resolución de la crisis política boliviana, consolidación del gobierno del Frente Amplio en Uruguay, triunfos de Cristina Kirchner y Lula –segundo gobierno-, etc.). En general, en la mayoría de países disminuyó la polarización del ingreso y, más importante aún, se modificó la autopercepción de diversos sectores de la sociedad, particularmente quienes estadísticamente son considerados “pobres”. 

V
Esto último es particularmente relevante para entender los comportamientos sociales y políticos. Según el análisis de CEPAL –en base a datos del Latinobarómetro- allí donde el ingreso es menos polarizado creció el número de personas que se auto identificó como de “clase media”, más allá de si efectivamente lo eran o no. Disminuyó, por tanto, la adscripción a la categoría “pobres”. Y con ello una determinada manera de entender las relaciones con los demás sectores de la sociedad y el Estado. El caso emblemático en esto es Bolivia, donde el 80% se considera “clase media” o “clase media baja”, ubicándose en el mismo rango que Uruguay, Argentina y Costa Rica.[2]
 
¿Qué se entiende por “clase media”? Probablemente no haya término más ambiguo en los predios de las ciencias sociales. En general podría suponerse cierta relación del término con niveles de ingresos y/o consumo, con determinados niveles de autonomía y expectativas en torno al futuro. Incluso con cierta identidad ciudadana, al menos mínima: propiedad, libertad de movimiento, otras libertades. No son casuales, en este marco, algunas características de las demandas y movimientos que surgieron desde la sociedad en el quinquenio reciente: calidad de los servicios públicos, particularmente de la educación, calidad de la democracia, transparencia en el gasto público y anti-corrupción (lo que ha tenido diversas expresiones: la caída del gobierno de Otto Pérez en Guatemala, las movilizaciones en Brasil, etc.). Así mismo, estas modificaciones en identidades y comportamientos sociales han tenido repercusiones en la política. Por ejemplo, en los movimientos ciudadanos que cuestionan regímenes y/o prácticas autoritarias de parte de gobiernos de diverso signo (casos de México y Venezuela), comportamientos electorales diferenciados en procesos nacionales o regionales (caso de Bolivia), y en general con el creciente desencanto frente a las instituciones de la democracia representativa (casos de Chile y Perú, entre otros).

Por otro lado, entre quienes han salido de la pobreza y quienes aún permanecen en ella se ha expandido un imaginario compartido una de cuyas ideas fuerza es la del “emprendimiento”. Basándose en el esfuerzo individual, en el mejor de los casos incluyendo relaciones familiares, es posible salir adelante, en actitud permanente de desconfianza y competencia con los otros. Cualquier intento de acción colectiva o de intervención estatal –salvo “asistencias” específicas- es visto como interferencia. Las opciones políticas de estos sectores suelen definirse a partir de un cálculo utilitario en relación con los proyectos individuales que desarrollan. Sin duda no se trata de un proceso espontáneo: este imaginario recibe un fuerte impulso desde los medios masivos de comunicación y desde diversas iglesias evangélicas fundamentalistas. 

Lo anterior no niega que existan comportamientos más estratégicos en la sociedad, particularmente en sectores empresariales, por un lado; y en sectores populares organizados. Para los primeros, las decisiones estarán regidas por la maximización de las condiciones necesarias para la reproducción de sus capitales; para los segundos en función de diversos criterios: redistributivos y/o identitarios. 

VI
Durante las décadas del neoliberalismo el tejido social pre-existente fue erosionado profundamente. En la mayoría de países, los movimientos sociales “clásicos” –sindical y campesino, por ejemplo- sufrieron una seria reducción de afiliados y tuvieron que ajustar su agenda a los nuevos tiempos. Paralelamente emergieron nuevos movimientos, más “tumultuarios” que “clasistas”, que comenzaron a poner en cuestión los aspectos más agresivos de las políticas neoliberales. Tras la celebración del V Centenario de la Conquista y la década de los pueblos indígenas, estos pueblos retomaron protagonismo en torno a demandas de reconocimiento y territorios. Otros movimientos identitarios (mujeres, LGTBI) también ganaron visibilidad y creciente protagonismo. Los impactos, cada vez más evidentes, del cambio climático, contribuyeron a la aparición y expansión de movimientos socio-ambientales. El término “movimientos sociales” los identificó de manera genérica, atribuyéndoseles un alto nivel de autonomía y voluntad de protagonismo político. 

En paralelo corría la crisis de los sistemas políticos, y en particular de los partidos tradicionales, así como la emergencia de nuevos marcos teóricos de referencia. La conjunción de todos los factores mencionados dio curso a coyunturas de movilización social intensa, crisis institucional y resolución de la misma a través de diversos mecanismos. Allí donde la crisis se resolvió a favor del cambio se sucedieron masivas movilizaciones con procesos electorales victoriosos (Venezuela, Argentina, Ecuador, Bolivia), o simplemente se produjeron victorias electorales a través de formaciones políticas pre-existentes. En términos generales, estas han sido las vías de origen de los llamados gobiernos “progresistas”. Antes de volver sobre esto, se requiere llamar la atención sobre algunos rasgos de estos movimientos sociales. En algunos casos, el ejemplo paradigmático es Brasil, se trataba de movimientos que habían vivido procesos de articulación y maduración de varias décadas. En otros se trataba de movimientos que si bien reivindicaban alguna continuidad con procesos y experiencias previas, habían emergido y despuntado principalmente al calor de la lucha contra el neoliberalismo en procesos relativamente cortos. Tal es el caso de Bolivia. En otros, se trataba de movimientos más bien coyunturales aunque de profundo impacto (el Caracazo venezolano, los “forajidos” ecuatorianos, la “Marcha de los Cuatro Suyos” en Perú). Esto para referir solamente a movimientos que llegaron a articularse nacionalmente y desafiaron al estado nacional. Hubo también movimientos con agendas específicas o asentamientos regionales (sub-nacionales) que incidieron en la política nacional sin por ello terminar configurar alternativas nacionales. Un país que ha sido escenario de múltiples expresiones de esto último es México. 

En general se puede decir que las demandas de estos movimientos se han articulado en torno a propuestas “anti-neoliberales”. Y que estas han tenido un cariz fuertemente redistributivo a partir de una apuesta por recuperar y fortalecer el rol del Estado. Solo en casos muy puntuales el programa asumido apuntó a modificar relaciones de producción o de propiedad; o a poner en cuestión los supuestos básicos de la democracia representativa. A lo más que se llegó, en las Constituciones de Venezuela, Ecuador y Bolivia, es a añadir mecanismos de democracia directa a las instituciones típicas de la democracia liberal. Con la excepción del PT en sus primeros años, la relación entre movimientos sociales y movimiento político ha sido problemática, fuertemente mediada por la relación entre el líder político y los líderes/dirigentes de los movimientos. A esto se sumó la adscripción –desde fuera- de determinadas identidades y contenidos programáticos a los movimientos en cuestión. El ejemplo extremo fue la invención del “Socialismo del siglo XXI” como rumbo del proceso venezolano. O el uso indiscriminado del término “Buen Vivir” para definir propuestas o políticas que bien leídas no son sino versiones remozadas de las propuestas del nacionalismo revolucionario de décadas previas. Algunos relatos excesivamente optimistas de los procesos de cambio les atribuyeron voluntad y capacidad efectiva para llevar a sus países más allá del llamado “neoliberalismo” e incluso del capitalismo. 

A partir de una lectura acertada de los efectos negativos e incluso destructivos de las políticas neoliberales se concluyó que estas políticas estaban agotadas y que existía un margen amplio de maniobra para implementar políticas alternativas. Por ejemplo, cambios en el patrón de acumulación, un mercado regional alternativo con moneda única, instituciones financieras propias e incluso una institucionalidad política regional alternativa a la decadente OEA. La aparición de una inicial coordinación entre las potencias emergentes (Brasil, China, Rusia, India) fue interpretada como la expresión de una voluntad contra hegemónica de parte de estos países, lo que crearía un espacio favorable para cristalizar un proyecto regional post neoliberal. Sin entrar al análisis en detalle de cada uno de estos aspectos, hoy se puede constatar que avanzaron relativamente poco, cuando no quedaron en meras declaraciones retóricas. Y si no avanzaron más en la década dorada, es poco previsible que puedan hacerlo en la coyuntura adversa que se vislumbra para el futuro inmediato. Estas limitaciones pueden ser vistas como inconsecuencia e incluso “traición” si no se toma en cuenta las restricciones estructurales en las que tuvieron que operar y las características de las coaliciones sociales que los llevaron al poder. Y si no avanzaron más en la década dorada, es poco previsible que puedan hacerlo en la coyuntura adversa que se vislumbra para el futuro inmediato.

VII
¿Significa esto que los procesos de cambio vividos en la región han fracasado o son poco relevantes? De ninguna manera. Más allá de las limitaciones estructurales, de los resultados electorales, de los cambios de gobierno, de los entrampamientos que se hayan generado, se han producido modificaciones significativas en la sociedad y en las correlaciones de fuerza en diversos ámbitos. La profundidad de estos cambios solo se podrá calibrar adecuadamente en los años venideros.   

En general se ha fortalecido la presencia y el rol del Estado, aun cuando subsistan los problemas de legitimidad y limitaciones para la provisión de seguridad a sus ciudadanos. Se ha incrementado el acceso a mercados, créditos y servicios de parte de millones de productores, rurales y urbanos. Se ha renovado el rostro de las élites económicas y políticas en diversos países. Ha continuado expandiéndose conciencia y capacidad de reclamo de derechos. Con distintas intensidades, se han desarrollado nuevos sentidos comunes aun cuando los contenidos del discurso neoliberal siguen siendo hegemónicos en la mayoría de los países. Si bien la correlación de fuerzas entre empresarios y trabajadores sigue siendo desfavorable a éstos en la mayoría de los países, otras correlaciones se han modificado: la que se da entre pueblos indígenas y Estados, las que se delinean alrededor de los derechos de las mujeres, entre otras.

¿Qué curso tomarán los cambios previos, positivos y negativos, en el marco de una coyuntura caracterizada por el freno del crecimiento económico y la continuidad de presiones redistributivas? Dependerá mucho de las particularidades de cada país. En los países con políticas “neoliberales” de larga data se anuncian restricciones fiscales para el año en curso (recortes presupuestales del 11% en Colombia y aún más en México), en los que están cambiando sus gobiernos los ajustes serán mayores (caso de Argentina y Brasil). En todos se anuncian más incentivos para la inversión privada (particularmente transnacionales en extractivas), debilitamiento de estándares laborales y ambientales, profundización de la criminalización de la protesta social. En los países que mantienen gobiernos “progresistas” las previsiones son más complejas. En la mayoría de los casos habrá recortes fiscales y será materia de debate y decisión política qué se mantiene y qué se modifica o anula en el terreno de las políticas sociales. El clima político que existe en varios de esos países (Venezuela, Ecuador, en menor medida Bolivia) presagia tensiones entre presiones redistributivas de parte de los sectores más organizados y respuestas desde los gobiernos que traten de tener en cuenta –a la vez- criterios de equilibrio fiscal y de política práctica. ¿Apostará alguno de estos gobiernos a “radicalizar” sus propuestas de cambio? Poco probable dado los costos políticos que esto tendría en la mayoría de los países (un anticipo de esto ha sido la respuesta de sectores medios y altos a las iniciativas tributarias recientes del gobierno de Correa en Ecuador). Por el contrario, el pragmatismo pareciera ser el inspirador de “nuevas políticas económicas” en estos países. También los gobiernos progresistas intentarán cubrir sus restricciones fiscales con ingresos de corto plazo que resulten de la ampliación de las extractivas. Sin embargo, tal como se constata con el fracaso de primera licitación petrolera en México (julio del 2015) y en la suspensión de diversos proyectos mineros en el continente, la baja de los precios ha afectado seriamente el interés de potenciales inversores. 

VIII
El curso político de los países, sin embargo, no depende solo de la economía o de lo que pase con los gobiernos. En América Latina menos que en cualquier otra región del mundo. El curso que tomen las políticas públicas dependerá de la fuerza de las demandas y movimientos sociales. Y fuerza aquí no quiere decir solamente masividad, sino principalmente consistencia. Es probable, por ejemplo, que sectores laborales directamente vinculados con las actividades más dinámicas (extractivas, construcción, finanzas y servicios) puedan movilizarse ante los recortes que amenacen sus ingresos y derechos. De hecho, la presencia de estos sectores en la escena social ha sido mucho menor que la que tuvieron décadas atrás (recuérdese a los movimientos mineros en varios países de la región). En caso de recortes, se activarán las organizaciones sociales de los sectores que vean reducidas las transferencias desde el Estado así como las de trabajadores de la administración pública (en particular sectores más organizados: salud, educación). En países con movimientos regionales importantes (los andinos principalmente) se activarán coaliciones en torno a reclamos regionales postergados, tal como ha sucedido recientemente en Bolivia y Perú. También son previsibles desarrollos contradictorios: por un lado movimientos ciudadanos que reclaman contra la corrupción; por otro, redes más o menos extensas que organizan para capturar áreas del estado, en particular a nivel local, en función de hacer su propia “redistribución”. 

Esto último nos lleva a la constatación de la expansión de actividades ilegales y de los poderes que sobre esa base controlan territorios específicos en cada país y utilizan corredores regionales para la circulación de sus productos. De hecho, uno de los componentes del crecimiento económico en la década dorada ha sido la expansión de actividades ilegales. Lo cual ha tenido impactos muy serios en la sociedad y la política: se han generado y expandido redes sociales articuladas en torno a estas actividades; se han fortalecido poderes locales informales –muchas veces criminales- en los territorios donde estas actividades tienen lugar. Poderes que, a su vez, han capturado sin mayor dificultad la precaria institucionalidad estatal en esos territorios. La masacre de Ayotsinapa (Guerrero, México) y la escandalosa impunidad que la acompaña grafica la gravedad de la crisis de los estados en términos de su capacidad de contralar efectivamente los territorios nacionales. La trama criminal que asesinó a Bertha Cáceres, y que incluye a una empresa constructora, oficiales del ejército y sicarios, da cuenta de lo mismo. En Colombia es evidente una reactivación del para-militarismo, mientras que en Perú mafias sindicales y mineros ilegales llegan a firmar acuerdos con la candidata Fujimori. 

Más allá de los movimientos sociales visibles o históricos, es indispensable escudriñar con atención los nuevos cursos de acción colectiva que se gesten en la nueva coyuntura. Por ejemplo, la posible reactivación de organizaciones de supervivencia como respuesta a la crisis y/o la desactivación de programas sociales estatales. O de iniciativas colectivas locales de producción y comercialización ante las dificultades de abastecimiento. También habría que estar atentos a iniciativas de sectores de clases medias que vean amenazadas sus perspectivas inmediatas y reclamen frente a los mecanismos de expoliación que sufren: las altas tasas de interés al crédito, los sistemas privados de salud o pensiones, así como el deterioro de servicios públicos, incluyendo la seguridad.

Más allá de las demandas económicas y sociales, es previsible que en la mayoría de países de la región se intensifique la acción colectiva en relación con los derechos fundamentales y la crisis  de los regímenes políticos. En este campo, ni los regímenes de cambio ni los neoliberales han logrado resultados satisfactorios. Urge abrir una discusión seria, desde una perspectiva transformadora, al respecto.

IX
Lo anterior no apunta a sugerir remplazar un discurso excesivamente optimista por otro más bien pesimista en relación a las oportunidades y posibilidades para el cambio en la región. En todo caso se trata de retomar la idea fuerza que José Carlos Mariátegui toma de José Vasconcelos (y que también se encuentra en Antonio Gramsci): “Pesimismo de la realidad, optimismo de la acción (o del ideal)”, “pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad”. Es decir, reconociendo que lo adverso predomina en el análisis la realidad, privilegiar la acción libre y voluntaria para transformarla. Que lo adverso predomine no significa que agote lo real. 

Sea que se trate de dar un nuevo aire a los procesos y/o proyectos de cambio que se han desarrollado en la región en las últimas décadas, o que se trata de imaginar y promover un nuevo ciclo del cambio, el punto de partida no puede ser otra que las tendencias más dinámicas y progresivas en las sociedades "realmente existentes" en la región. Volviendo sobre algo anteriormente señalado: escudriñar los diversos cursos de acción colectiva que se puedan estar gestando en las nuevas condiciones. En primer lugar, los que expresan la expandida conciencia y capacidad de reclamo de derechos, generales y específicos (indígenas, mujeres, jóvenes, niños y adolescentes, LGTBI, etc.). Los procesos de cambio son impensables -más aún: imposibles!- sin sujetos, y estos son inconcebibles sin derechos. Más allá de los avances constitucionales recientes en varios países, sigue pendiente en la región una articulación más clara entre derechos y régimen constitucional, por un lado; entre derechos y condicionamientos estructurales, por otro. Dos ejemplos claros de esto son los derechos laborales y los derechos de los pueblos indígenas. En el primer caso, incluso en países con gobiernos "progresistas" ha sido muy difícil avanzar en su reconstitución en contexto de economías abiertas, dolarizadas y precarizadas. En el segundo, la tensión entre los derechos territoriales y la gran inversión -privada o estatal- ha sido permanente. Sin embargo, es indudable que en este terreno estamos en mejores condiciones que hace 15 o 20 años. 

En segundo lugar, las propuestas de cambio tienen que reconocer, promover y articular los desarrollos productivos de los sectores populares emergentes. Aquí también hay que estar atentos a lo nuevo que aparezca como respuesta a la crisis.  Un gran déficit del lado de quienes criticamos la prioridad extractivista ha sido la ausencia de propuestas concretas -capaces de transformarse en políticas públicas- en el terreno de la producción. Pareciera que, a veces, lo que se propone es simplemente mantener formas económicas tradicionales que son a todas luces insuficientes para atender las necesidades de sociedades complejas. La "diversificación productiva" no ha pasado de ser una intención, el título de algunos planes y un reiterado tema pendiente en los diagnósticos regionales de CEPAL. Ahora bien, cualquier propuesta que aspire seriamente a producir modificaciones en este terreno tendrá que enfrentar desafíos complejos, intereses poderosos (y no solo en las élites) y coyunturas de tensión política e inestabilidad económica. Prescindir de -o limitar- los recursos del extractivismo implica poner en marcha procesos de reforma fiscal, entre otras medidas, que podrían provocar respuestas violentas de parte de las élites nacionales y sus clientelas.

En tercer lugar, lo anterior es imposible sin una profunda reforma de la política. Cuando se menciona este tema inmediatamente se piensa en reformas institucionales: ley de partidos, cuotas, sistemas electorales, etc. El asunto es más profundo. La reforma de la política es, antes que nada, la reforma del pensar y el quehacer político. En los predios de las izquierdas y del progresismo, se habla desde hace décadas de las "nuevas formas de hacer política", sin que esté muy claro el contenido de esto. En muchos casos ha significado abstencionismo de cara a la política realmente existente o la aceptación acrítica de algunas formas bastante tradicionales de hacer política. Un ejemplo de esto ha sido la falta de reflexión y acción frente a los proyectos que pretenden remplazar la complejidad del quehacer político por la acción inmediata, espontánea, de los movimientos, los ciudadanos o los caudillos. Déficit que deviene, cuando llega el momento del desencanto, en el retorno a la nostalgia de las formas liberales de la democracia. 

Hoy, la reforma de la política implica la reconstrucción de un realismo político de nuevo cuño. “Realismo” en tanto se asume que la política se hace a partir de los intereses y prácticas concretas de los individuos y colectivos realmente existentes en cada sociedad; y también en tanto se asume siempre que lo decisivo en la política son las correlaciones de fuerza existentes y posibles. Pero realismo “nuevo” en tanto incluye en la valoración de la realidad ese plus de realidad que representan las expectativas, las aspiraciones, los deseos de las personas. En los años previos, mucha de la acción política promovida desde muchas de las organizaciones de la sociedad civil se ha reducido a procesos de “incidencia política”. Es momento de hacer un balance crítico de esta experiencia y de sus supuestos. La limitación real de estos procesos ha sido, sin duda, que muchos de sus supuestos son inexistentes en nuestras sociedades. Hay que recuperar la idea de política como lucha por modificar correlaciones de fuerza, es decir de poder. Y para esto recuperar la polisemia del término “poder”: no solo dominación, también capacidad –individual o colectiva-, relación social y dimensión subjetiva, a la vez. 

Recuperando lo mejor de nuestras tradiciones, para refundar la acción política requerimos dotarnos de un horizonte de sentido compartido. Y este horizonte no puede ser solo un conjunto de intuiciones y/o sentimientos. En momentos tan complejos como este se requiere teoría, y de la mejor, para ejercer una crítica rigurosa del presente. Y junto con la teoría paradigmas éticos y simbólicos que suenen plausibles en los oídos de nuestros contemporáneos. Buena parte de la fuerza –y también de los excesos y defectos, sin duda- de los procesos políticos en otras décadas tuvo que ver con la sistematicidad del pensar y del hacer. Luego la crisis instaló como criterio la sobrevaloración de lo precario, lo fragmentario, lo provisional. Se ha llegado al punto de establecer que la “debilidad” de un pensamiento es casi un criterio de verdad del mismo. Es tiempo de iniciar el camino de retorno. No a ortodoxias fáciles o dogmatismos, sino a propuestas complejas, con potencia crítica, capaces de autocrítica, que alimenten procesos históricos de Cambio que respondan a la compleja encrucijada en la que se encuentra la especie humana.

ECV, mayo de 2016


[1] El esfuerzo fue desigual, tal como señala el informe sobre el Panorama Social de América Latina y el Caribe (2015), elaborado por CEPAL: “En términos del producto interno bruto, en la Argentina la prioridad macroeconómica del gasto público social se incrementó un 9,2% del PIB entre 1990 y 2009; en Cuba aumentó 10 puntos porcentuales entre 1990 y 2011; en Panamá, 10,4 puntos porcentuales hasta 2012; en el Paraguay, 8,9 puntos porcentuales entre 2003 y 2012, y en la República Bolivariana de Venezuela, 8,7 puntos porcentuales entre 1997 y 2012. En contraste, el incremento del esfuerzo macroeconómico del gasto en Chile, El Salvador, Guatemala, Jamaica y el Perú fue poco significativo si se comparan los datos más recientes disponibles (usualmente del bienio 2012-2013) con los iniciales de la serie (1990-1991 o el período más cercano con datos disponibles).”

[2] CEPAL. Panorama Social de América Latina y el Caribe. 2014. Páginas 111 a 117. En el mismo documento se incluye un cuadro que ubica al 58% de la población boliviana en condición de pobreza (p. 84). 

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